lunes, 16 de abril de 2012

El gaucho

(Foto tomada del libro "Equitación gaucha")



Al gaucho debemos disculpa y agradecimiento.
Agradecimiento por la patria que nos dio,
por el suelo que pisamos,
por el aire que respiramos,
por el símbolo que es divisa y pabellón,
por el himno de la triple libertad cantada
por voces argentinas;
gracias por su desinteresado sacrificio
porque sus huesos y los del caballito criollo
dispersos están en tierras que redimió.
La mesnada gloriosa, acaudillada por el grande,
cayó desde la cumbre andina como un torrente;
nada la detenía porque cerrado el puño
donde se desbordaba la sementera libertaria,
a cada golpe de su corvo,
brillaba una estrella para enriquecer nuestra historia.
Le debemos disculpa porque el gaucho no cayó por el progreso,
ni por el alambrado,
ni por el hombre rubio que vino tras él, no.
El gaucho cayó desde el mismo momento de nuestra ingratitud,
sumada al denuesto y la negación.
Lo ignoramos y lo olvidamos,
que son maneras de consumar infamias.
Allí está el Martín Fierro como alegato y demostración.
A la manera de los gamonales
tenía el recato pudoroso de su valor y generosidad,
que desbordados de su continente
enriquecían al beneficiario.
Su caballo, de su mismo origen bereber y árabe,
tenía predilección especial por el centauro.
El caballo sabe la carga que lleva
y le molestan los cobardes.
Cuando el gaucho caía enhorquetado en su corcel compañero,
éste demostraba su alegría bebiendo los vientos,
afiebrando la pupila, ensanchando su pecho
para la embestida corajuda.
Nació de la lujuria desatada del conquistador
y heredó su valentía.
La matriz india ignoraba el engendro del gigante
y de la aleación salvaje
salió hirviendo el prototipo vivo de la raza,
orgulloso de su china, de su tierra,
de su flete y su guitarra.
No debe mirarse una cordillera lupa en mano
para regocijarse como pigmeo que encontró una grieta
en la pétrea contextura del mamut.
Su guitarra, que acariciaba con la mano tendida al decir de Schianca,
porque el dolor de la tarea rural se lo exigía,
sin floreos ni maestrías, era su compañera en soledad.
Hijo del dolor, creado para la distancia,
vino para cumplir su misión: darnos la patria.
Por eso, como dice Lugones,
una tarde que venía parpadeando como el ala de la torcaza
ensilló su caballo,
estribó y salió al tranco sin volver la cabeza
para que no se dijera que se fue de miedo.
Hablé como argentino
y ahora callo como en la inscripción de trascoro catedralicio.

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