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jueves, 13 de enero de 2011

El adiós de un payador

(Dibujo: Rodolfo Ramos)
De un viejo ceibo colgaba
y escondida entre sus flores
trágica virgen de amores
con corona ensangrentada,
como náufraga olvidada
al desierto y al dolor,
que el pampero bramador
al pasar besa y desgarra;
está la vieja guitarra
que fuera del payador.

Y su dueño, aquél trovero,
viejo de frente cobriza,
de a poco se hace ceniza
lo mismo que un trasfoguero.
Tendido sobre el apero
y con el poncho tapao,
junto al fogón apagao
dejó el mate y la caldera,
y anda el pingo en la pradera
con el maneador cortao.

Fue una tarde de verano,
cuando el sol ya se ponía
que se vio en la lejanía
la figura del anciano.
Atravesando los llanos
desensilló en un ceibal;
y aquel viejo sin igual,
de barba blanca y melena,
traía en el pecho la pena
del payador oriental.

Venía enfermo de tristeza
atravesando caminos,
y era un manantial de trinos
aquella blanca cabeza.
De su pecho la grandeza
vibró en su voz con afán,
rugiendo sus versos cantaba,
porque en décimas lloraba
por las cosas que se van.

Y esa tarde, al acampar,
después que el sol se ocultó,
el viejo cantor sintió
su corazón palpitar.
Quiso ponerse a cantar,
pero quedó enmudecido
mirando el campo carpido
por la reja del arao;
y dijo, "me han derrotao;
ya pa siempre me han vencido".

Y dijo, "patria: me muero;
me va matando el progreso;
te dejo, tierra, mis huesos
entre el poncho y el apero.
Guitarra: cuánto te quiero",
dijo, y besó la encordada.
"Y hoy te dejo abandonada
porque la muerte me amarra.
Te voy a dejar, guitarra,
entre los ceibos colgada".

Al fin colgó de una rama
la guitarra en mudecida;
al pingo ató de la brida;
con el recao hizo cama;
de guayabo y de retama
encendió la última hoguera;
se puso una cabecera
de flores blancas y rojas,
y sepultó entre sus hojas
su plateada cabellera.

Cuando abandoné el recao


Cuando abandoné el recao
lo hice con tanta tristeza
que derrumbé mi cabeza
sobre los cueros doblaos.
Allí quedó mi pasao
entre sus garras prendido,
y yo triste y abatido
solo, a pie, como un andante,
emprendí desde ese instante
el camino del olvido.

Al mirarlo abandonao,
en silenciosa quietud,
recordé mi juventud
dejada sobre el recao.
Como si estuviera atao
a mi sangre o a mi piel.
Pero hoy, insensible y cruel,
lo tengo que abandonar,
que por temor a charquear
no quiero morir sobre él.

En mi vida de mensual,
de domador o tropero,
si habré ensillao caborteros
pa poder ganarme un real!
Con él y con un bagaual
yo era de la tierra el dueño,
y hoy, que no tengo el empeño
que el espíritu reclama,
no me sirve ni pa cama
porque ya me quita el sueño.

Y lo entregué con mis manos
con la pena y la amargura
de quien da a la sepultura
el cuerpo de un pobre hermano.
He llegado a ser anciano,
ya la osamenta me pesa
y no quiero la tristeza
de que un día, sin batalla,
cualquier manso se me vaya
con mi orgullosa pobreza.

Cuando pal último vuelo
ate una noche al palenque,
sin espuelas ni rebenque,
la voy a saltar "de en pelo".
Será mi único consuelo;
y por eso es el motivo
que él no se quede cautivo
de mi derrota en la prueba,
hoy que la vida me lleva
como colgao del estribo.

(En colaboración con Chiquito Benavente)

martes, 11 de enero de 2011

El lobuno de Cedrez

(Foto: Eduardo Amorim)
Hablando de apadrinar,
si del caballo se trata,
yo voy a poner mi plata
a un pingo que es ejemplar;
de esos "capaz" de pechar,
si se cuadra, a un batallón;
lobuno medio charcón,
parece que desmintiera,
como si su estampa fuera
el alma de su patrón.

Cuando mismo un ruedo pisa
como a un campo de entrevero,
parece decir: "yo quiero
una lanza, una divisa".
Cabeza arriba analiza
el campo de jineteada;
y, cuando ve terminada
la faena del bellaco,
no precisa ni los tacos
pa entrar en la atropellada.

De volcarse donde sea,
una muralla pechando,
se para y queda picando,
con las dos manos tantea.
Cuando, en pelo, una pelea
lleva un jinete apurao,
cuando el tiempo ha terminao
en el momento oportuno,
llega con todo el lobuno
y es limpiamente sacao.

La imponencia de su alzada
esconde su mansedumbre,
porque agarró por costumbre
jugarse en la apadrinada.
Si un bagual en disparada
sale del palo juyendo,
tal vez como comprendiendo
la suerte del montador,
ahí demuestra su valor,
siempre llegando y cumpliendo.

Demuestra en su recia estampa
al caballo de trabajo
hecho a rigor desde abajo
igual que flete de pampa.
Altivo, leal y sin trampa.
Mas, quien lo quiera montar
debe saberlo llevar
con mano firme y certera,
como si tan sólo fuera
nacido pa apadrinar.

Ni López con la tostada
ni Santos con la tordilla,
hicieron las maravillas
que él se tiene reservadas.
Llegando a una jineteada
se transforma en el momento.
Pal bronce de un monumento
parece quedar pintao
porque el dueño le ha enseñao
del ruedo el conocimiento.

Por eso, el gaucho Cedrez
siempre engalponado lo tiene,
él sabe que le conviene
guardarlo, que en su vejez
no ha de perder su altivez
sobre el lobuno sentao.
Como nació pal recao,
si su taba no echa suerte,
habrá de esperar la muerte
con el lobuno ensillao.

(Foto: Tomás Fernández Lorente)

El morito de Fernández

Como se cae un lancero
herido en la montonera,
como si la muerte fuera
la ley de todo entrevero;
como se apaga el lucero
entre las barras del día;
como muere la alegría
y la risa se hace lloro,
así cayó el pingo moro
en una corta agonía.

Aquél morito ligero,
que pa entrar en la leyenda,
supo mostrar en la senda
su estirpe de parejero,
tan manso en el partidero,
ya por cinta o por bandera,
que corriendo donde quiera
tenía su fama cobrada,
al contar todas ganadas
sus diecinueve carreras.

Entró en la Rural del Prado
con su dueño y compañero
Héctor Fernández campero,
quien al moro había domado.
Era de verlo, sentado,
apadrinar con presteza,
con tanta delicadeza
caballo y hombre se unían,
que, a ocasiones, parecían
hechos de una sola pieza.

Era el mismo pensamiento
entrando en la atropellada
al fin de la jineteada
en el preciso momento.
Tan veloz igual que el viento
(por algo fue parejero).
Me dijo el Indio Rivero,
viendo a los dos en el llano:
-"Si el campero es el paisano
el moro es también campero".

Y esa tarde de calor,
al tercer potro agarrado,
el moro quedó envarado,
presa de extraño dolor.
Como sintiendo un temor,
Fernández se desmontó;
el morito relinchó,
presintiendo su final
y en el medio del corral
con la muerte se pialó.

Era el fin de un animal
de tan noble casi humano,
compañero, amigo, hermano
de aquél paisano oriental.
Era un sueño, un ideal
que se había desvanecido;
y el gauchaje, conmovido,
se fue, en silencio, arrimando,
viendo a Fernández llorando
junto al caballo caído.

Cuando se siente un dolor,
es necesario llorar,
y quien pueda acompañar,
cuando acompañe es mejor.
Quedó el apadrinador
sin su flete más querido;
por eso el gauchaje, unido,
a Fernández consolaba
y en cada gaucho quedaba
parte del dolor prendido.

Hoy, que la estampa del moro
en el recuerdo, troteando,
la veo libre y llevando
su leyenda con decoro.
Con el golpetear sonoro
de sus cascos en el viento,
repica en mi pensamiento
esta idea, cual badajo:
"el caballo de trabajo
se merece un monumento".

(Pintura: Carlos Montefusco)