jueves, 14 de mayo de 2009

La cruz del viejo cantor.


Cerca de un sauce llorón,
jefe grave de un bañado,
¡hay un sepulcro clavado,
del campo, en el corazón!
Un rústico diapasón
atado en cruz, un puñal,
dan el resumen cabal
que allí descansa un cristiano;
fue un trovador veterano
del canto tradicional.

Su nombre de criollo puro
quedó en el campo grabado,
es reliquia del pasado
y es ejemplo del futuro;
honrado, noble, seguro
en su paso de cantor,
fue como el buey arador
o como el candil de grasa;
nace, vive, muere y pasa,
entre pobreza y dolor.

Su vida habrá hecho querencia
en la criolla pulpería;
bandadas de melodías
él les dejó por herencia.
Fueron su pertenencia
la guitarra y un cuchillo,
chiripá, poncho sencillo,
chambergo, rastra y culero,
y un panzón lerdo y mañero
que era de pelo tordillo.

En esa larga cadena
de años que anduvo rodando,
cada eslabón fue bordando
pasajes de su alma buena;
sobre su frente serena
habrá una historia ceñida,
pero... una noche perdida
después que mucho cantó,
el viejo bardo notó
que era un hilito su vida.

Hizo el último pedido
entrecortado al pulpero:
-Largue el sotreta al potrero
y entiérrenme así vestido,
a mi instrumento querido
lo sepulta vertical
y le ata en cruz un puñal
cerquita del clavijero,
que la tumba de un trovero
tenga su marca legal.

Y allí está la cruz extraña,
que a la quietud del paraje
le cuenta el último viaje
de un trovador de campaña;
la gramilla y la espadaña
adornan esa mansión,
pero la interrogación
de aquél que pasa mirando,
parece estarla estudiando
el viejo sauce llorón.



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