martes, 23 de agosto de 2016

Elogio de la mujer anterior


(Dibujo Enrique Rapela)



(La mujer y la conquista del desierto)
 
                  Poemario

Gran premio Centenario de Olavarría 1867 -1967



I
Mujer cuando la pampa era una herida,
un padecer continuo y sin palenque,
mujer de nombre hallado en las memorias
que duran hacia el Sur y hacia el Oeste
con la voz amarilla y desgajada
de una lenta torcaz sobreviviente.

No se ha dicho su elogio todavía
en oda nacional de alto copete,
ni sus mentas retumban en la Historia
(la Historia es de los hombres solamente).

Qué mármoles, qué bronces la agasajan,
qué cantar en el viento la sostiene,
qué día entre los días conmemora
su corazón celeste,
su hechura de humildad y sacrificio,
los tumbos incontables de su suerte...



II
MUJERES hondas, chinas fortineras,
que en todos los fandangos de la pampa
esgrimieron su audaz coreografía,
su pecho en madurez, como una espada,
para atajar los crótalos del aire
y los agrios chiflidos de obsidiana.

Parejas en el darse hasta el extremo
y todas ellas de distinta laya,
las había de trigo y aceituna,
las había de tez acebrunada,
de un templado color de greda antigua,
morenas más subidas y más claras,
como la miel silvestre y como el vino,
como un puro tizón, así de ahumadas,
y entre tanto pelaje anochecido,
a veces el candil de una alazana
con hilachas de sol en los cabellos
y un extraño país en la mirada.

Pero todas iguales en la hechura,
todas ellas como estacón de tala.



III
MUJER cuando la pampa andaba a gritos,
cuando el Desierto olía a sangre y muerte
disparando con púas en el lomo,
y era el coraje como pan caliente;
guardadora vital de la esperanza,
lámpara fiel erguida a la intemperie,
hembra y soldado en yunta silenciosa
en el estribo anónimo del Fuerte.

Los días le comieron hasta el nombre
y un apodo fue más que suficiente
para mentar su intrépida substancia
y aquella reciedumbre de su temple.

Así fue Pocas Pilchas, Rosa Mala,
La Tigra, Botón Pampa o Pasto Verde;
hembra dulce, bravía o taciturna,
hembra enteramente
(de las que no cuerpean el castigo
ni eligen los colores de la suerte),
y tan capaz, si la ocasión se pinta
de bajarle la prima al más valiente.


IV
TODO el hogar cabía en sus espaldas
y duramente lo llevaba a cuestas
a través de las múltiples llanuras,
del crudo galopar y las contiendas
(los cachorros prendidos en su seno
como frutas morenas).

Soldado en los apuros y servía,
y dos veces soldado en su guapeza
porque peleaba adentro con la vida,
porque peleaba con la muerte afuera.

No, no hay canto que dure en los cordajes,
ni alabanzas de mármol, ni retreta,
para esa china que midió el Desierto
hasta el confín del hambre y de la pena
y anduvo con sus huesos comedidos
por siete comandancias de frontera.




V
MAMA Carmen, milica de una hebra
y como luz en la Frontera Oeste,
acometiendo al orgulloso pampa
con insólita tropa de mujeres.
(Son dieciséis sus muertos por la patria,
y dieciséis los frutos de su vientre).

Mama Pilar y Mama Culepina,
manos oscuras con un algo duende,
incontables de ungüentos y experiencia
para ahuyentar gualichos inclementes;
hechas de amor para las nueve lunas,
hechas de amor y de esperanza siempre.

Presentación, La Parda, tan madura
en el oficio del valor ecuestre;
la tropilla de patrios y la indiada
la tenían de peona a combatiente,
y valiéndose sola en las amargas
lejuras del tehuelche.



VI
Y CUANDO el hombre dobla la cumbrera
quebrantado por lanzas y fatigas,
con los ojos untados de penumbra
y un mordisco animal en las heridas,
allí está desvelada en su corambre
como una diosa antigua,
con el aceite tibio de sus rezos
corriéndolo a mandinga.

(Es la misma mujer que entró en sus noches,
le dio calladamente sus primicias,
y retornó en el hijo iluminada
como una flor abierta a mediodía.

Es la misma del mate socorrido,
la que le pule al sol las tristes pilchas,
y las compone con un lento hueso,
y le borda un clavel en las vigilias).




VII
MUJERES de frutal veteranía,
con un sonoro ritmo de estilete,
como aquella sin par china artillera
que ciñóse el galón de subteniente
casi en el mismo hervor del entrevero,
a fuerza de enredarse con la muerte.

Mozas gauchas de rústico donaire
como aquella cuyana floreciente
que acicateó a los hombres con su hechizo
en la embestida del setenta y nueve,
esa dorada alondra del Desierto
que anidó en el Neuquén: la Pasto Verde.


VIII
Y SI el malón les daba algún resuello,
del fondo de algún cofre silencioso
ella sacaba cintas y verdores,
un pequeño caudal tibio y redondo
para adornar un tiempo deleitable
que apenas era un soplo.

Y el zumo penetrante de una danza
le corría en los dedos y en los ojos,
corcoveaban sus trenzas aguerridas,
y sus pechos, baguales impetuosos.

Después, en las orillas del malambo,
envuelta en un pañuelo de sonrojos
prendíase al hechizo de la espuela,
al repique caliente y jactancioso.

Afuera estaba el tiempo detenido,
la noche soterraba los despojos,
y era tanta la luna que dolía
con un dolor antiguo y misterioso.

(Bajo el liviano pie de las guitarras
yacía el crudo espasmo de los potros).

IX
SE SIENTA a contemplar, con sus espectros,
esa encuerada faz del infinito,
esa llanura fría y persistente
como una larga percusión de olvido;
el confín engañoso, tan callado,
y tan cercano al grito;
el humo de la estrella solitaria
-espejo sideral de su destino-,
con ese modo oscuro, desdoblado,
de estar y haberse ido,
el adios que en sí mismo se disuelve,
un gesto sin caminos.

En el hondo regazo de la pena,
sus ojos, tan antiguos,
sus ojos como pájaros de lluvia,
están en duermevela. Y fugitivos.

(La vida... qué es la vida, Mama Carmen,
si la patria melló todos tus filos,
si ya estás medio muerta de tan sola,
si no te quedan hijos...)



X
ASI fueron las hembras anteriores
que se honraban de andrajos y bravura,
cuando más despilchadas más ardientes,
más fieras al rigor de las hambrunas.
Sobre sus cueros se escribió la patria
con grafías de sangre y desventura,
y ningún resplandor les fue otorgado,
ni metales de honor, ni gloria alguna.

En servicios de arrear las caballadas,
en calabozos y galleta dura,
en hondos costurones de miseria,
en clima solitario de lechuzas,
mordiendo su ración de casi nada,
soñando con fugaces charamuscas
(pañuelos de color y agua florida,
y abejas de percal en la cintura),
ellas dieron sin cesar, hasta las últimas,
como si todo fuera necesario,
su empuje, su yacer y sus penurias,
los hijos para abono del mañana,
y el corazón hirviendo en mataduras.

Y ningún resplandor les fue otorgado,
ni metales de honor, ni gloria alguna.

Hoy son huesos de nadie que disuelve
la agraria esplendidez de la llanura...




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