martes, 30 de marzo de 2010

Décimas


No puede ser que me vaya
del todo, cuando me muera;
que no quede ni la espera
detrás de la voz que calla.
No puede ser que solo haya
pan de naufragio y olvido
en este amor desmedido
que se me yergue en el pecho.
¡Si hasta en el trino deshecho
se salva el duelo del nido!

Se apagarán algún día
las lámparas de mis huesos.
Me haré nudo de regresos
y rizomas de agonía.
Seré triste geometría
de materias en derrota:
labios de sal, sangre rota,
manos cayendo y pasando...
Pero he de seguir mirando
desde el cristal de una gota.

Si en las albricias del vino
resuena el lagar, si queda
recuperada en la rueda
la infinitud del camino,
si el canto tiene un destino
y el cantor tiene un acento,
retoñará el fundamento
de este temblor descuajado
y en todo lo que he cantado
tendré pedazos de aliento.

Que si una copla adelanta
la anunciación del prodigio
se me llenan de prestigio
los ojos y la garganta.
Es tanto el amor y tanta
la luz que me corrobora
que una insistencia sonora
junta mi pulso caído
y hace que pierda sentido
la muerte que me devora.

Pongo mi infancia en canciones
y siento que me ilumina
una siesta golondrina
toda duraznos pintones.
Celebro las estaciones,
lloro su fugacidad
y al anegar de piedad
la mortaja de su gloria
me crecen en la memoria
rastrojos de eternidad.

Cuando no esté, cuando el leve
sobresalto que me ordena
se trueque en tiempo de arena
conmemorando en la nieve;
cuando en mis venas abreve
la liturgia de la flor
tal vez algún labrador
comprenda que en las gavillas
hay lágrimas de semillas
y polen de mi rumor.

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