Mañana por la mañana
me voy a las cuatro esquinas
a tomar un mate amargo
que gustoso saborea
a la orilla del fogón
el paisano de mi tierra.
Mi tierra como si el gringo
en otro mundo existiera
que no fuera el mismo mundo
donde el paisano vegeta.
Y acaso el paisano sabe
que en cada grama de yerba,
en la substancia que absorbe,
en el agua de hojas secas.
Abosrbe gotas de sangre,
saborea una tragedia,
extrae del fondo del mate
una esclavitud dantesca.
En cada mate que brindan
en una reunión amena,
hay el suplicio de un mártir
que sordamente se queja.
Cuando en alegre algazara
los paisanos hacen rueda,
echan un valle de lágrimas
en cada mate que ceban.
Quien conozca los yerbales
que se pare y me desmienta,
para mandarlo sentar
agachando la cabeza.
Vez pasada rubriqué
con el "Yugo de la Selva"
escrito en versos muy malos
un inteligente poema.
Y detallé a grandes rasgos
cómo los seres vegetan,
cuánto sufren, cómo mueren
los esclavos de la yerba.
Cierta ocasión un viajero
transitaba por la selva,
hico un hallazgo macabro
bajo un arbusto de yerba.
Y con profundo terror
vió que de una calavera
unos ojos lo miraban
y le sacaban la lengua.
Por entre la dentadura
de la boca semi-abierta,
cual una roja amenaza,
como una trágica mueca.
Mas, como un insulto póstumo,
como si al mundo escupiera,
salió a picar al transeúnte
desde el cráneo una culebra.
Fue un esclavo que murió
cual un reptil, una fiera
y se pudrió en la intemperie
como cualquier osamenta.
Nadie le dio una sed de agua
cuando en la sed la pidiera,
nadie echó sobre el cadáver
una palada de tierra.
Para qué sobre los huesos
vas a dejar una queja;
tomemos el cimarrón
de las manos de mi prenda.
Amargo y triste es saber
cuántos sacrificios cuesta
a los mártires anónimos
que los yerbales cosechan.
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