-"¿Adónde vas, Juancito?"
-" A la escuela, señor."
Y Juancito camina cubierto en su capucha
de bolsa; es pobre y huérfano, tiene color
a tierra su cara delgaducha.
Viste muy malamente, o mejor
dicho, viste, remiendos que le zurce una tía.
Promedia los doce años, la lluvia huracanada
le castiga las piernas; es una lluvia fría
de invierno; hiere la piel; eriza
el cuerpo: la alpargata mojada
hace burbujas, tiembla debajo la camisa
de miedo a llegar tarde; donde halla un trecho
limpio, corre; todo él está empapado
todo, menos el hueco en que lleva apretado
su libro, junto al pecho.
Silba Juancito y anda. -"¿Qué hora es Doña Ruperta?"
pregunta sin pararse.
-"Como las seis, criatura",
le contesta una vieja, que se queda en la puerta
condolida de aquella desventura.
-"¿Me levanta, lechero?"
-"Si fuera al pueblo, vaya,
pero mi rumbo es otro."
Es el vasco Averdúa
que blasfema y se aleja malhumorado: estalla
un trueno
-"¡Cruz Mandinga!".
Y el agua continúa
y la Escuela está lejos.
-"¿Diga, Don, no me lleva?"
-"Si no es de anca, muchacho."
Y Juancito se apura;
aún no ha pasado el bajo y aquel zanjón se anega;
se hace un río profundo de agua oscura.
Allí caen personas y bestias; la corriente
avalancha pluvial, barre con todo
y es terrible la furia del torrente
y en su seno mortal ahoga el lodo.
Juancito sigue.
-"Adiós, don Venteveo.
¿Está bien el árbol? Ni por broma
se baje a picotear: esto es muy feo.
Me dieran a elegir, nazco paloma."
Ya el campo se ha hecho un mar; ya no hay camino
un viento cruel azota los yuyales,
rompe los gajos, baja un remolino
y sube en impetuosas espirales.
Salta un sapito: ríe, le hace gracia
la forma absurda de nadar del sapo.
-"Quién diría, tu suerte es mi desgracia
Dios no piensa en los dos, sapito guapo."
-"¡Date güelta, Juancito!".
Es un resero
que ha dejado su arreo, y vuelve al tranco,
negro de barro su caballo blanco
y aguantando en el poncho al aguacero.
Faltar a clase? Cómo, y sus deberes?
y su promesa de estudiar a aquélla
la más santa entre todas las mujeres
que él contempla de noche en cada estrella?
Qué diría el maestro y qué su santa
si lo vieran tornarse amedrentado?
Debe llegar; para animarse, canta,
pìensa y habla y camina apresurado.
Volverse?
¡Nunca!
Acaso es él culpable
de la lluvia, del frío y la distancia
que hay de la escuela al puesto de la Estancia?
Vaya a saber quién es el responsable!
En un guadal de pegajoso cieno
pierde el calzado.
¡Bah!
Eso no es nada,
tal vez convenga, ganará terreno
yendo a pata pelada.
Pero el cielo está oscuro,
no amanece aquél día despiadado.
¿Se habrá apagado el sol?
Casi seguro,
tanto y tanto llover, se habrá apagado.
Los piesecitos surcan un remanso,
resbalan en el légamo, se espinan
en las zarzas, y bogan sin descanso...
¡Son dos cisnes sangrantes que caminan!
Cruza un cardal, velones encendidos
en luz violeta, y en sus pinchos deja
hilachas rojas, trozos desprendidos
de carne joven y ropita vieja.
Un alambre maldito
se le enrieda en las piernas; lo voltea
y siente ganas de gritar, un grito
de rabia y dolor en la pelea.
¡Se le ha mojado el libro, santo cielo!
¡Su libro con estampas en colores,
vacas pintadas, aves, casas, flores
y las barbas azuladas del abuelo!...
Esto sí que es horrible, la congoja
le sube a la garganta; con ternura
y llanto, en vano componer procura
esa gracia de Dios que se deshoja.
Guarda el libro en el seno; de rodillas
se pone a sollozar.
Si se quedara
muerto, en aquél regazo de gramillas
hasta que la gramilla lo tapara...
Mas es fuerza seguir; los miembros duros
como de palo, las orejas yertas,
cortos los pasos, torpes, inseguros,
llenas de barro sus manitas muertas.
Avanza apenas, llora, pero avanza,
ya no busca reparo, ni se abriga.
-"¡Si pudiera llegar!".
¡Es su esperanza!,
ella lo alienta y la conciencia obliga.
De pronto el vado, turbia correntada
rebasa el lecho, pecha en el ribazo,
retrocede, y arrastra, desatada,
todo lo que halla al paso.
Una angustia de pájaro enjaulado,
de res quebrada, le domina; otea:
agua, neblina, frío y descampado.
Le salta el corazón, gime, tantea
y mira para un lado y otro lado.
Qué hacer, Señor! Lo vencerá el torrente?
Y su promesa? Y al oir su nombre
si otro responde por Juancito: -"Ausente".
Eso no puede ser. ¡Eso no es de hombre!
Hay que pasar nomás. Dios lo decida.
Qué arriesga al vacilar?... Su santa, el culto
a la escuela, su tía, y el insulto.
Es mucho dar por tan poquita vida.
No ser bagre una vez o algo que vuela,
pelusa o nube, tórtola o carancho.
Qué lindo!, un aletazo y a la escuela,
de otro aletazo al rancho!
Se santigua.
Ya está.
Sofoca el miedo
-"Hay que empujarte amargo?
Entra en el río,
vacila, tiembla, se echa atrás.
-"¡No puedo!"
Lo vence el agua y más que el agua, el frío.
Se le envaran los pies, los brazos tiesos,
la boca amoratada; ¡nadie viene!
y ese hielo que le entra hasta los huesos...
Va a extinguirse la fe que le sostiene.
Levanta el rostro, ni siquiera arriba
hallará auxilio? ¿Y por su rostro ruedan
gotas de agua de lágrima y saliva!
¡Son las últimas gotas que el quedan!
No brega más. Con la cabeza baja
de vergüenza y angustia, retrocede.
¿Pero es que puede huir? Tampoco puede,
ahora es la vergüenza quien lo ataja:
el alma se alza cuando el cuerpo cede.
Juancito, y qué dirás? Cierra los ojos
que se ríen de tí. Dónde dejaste
las alpargatas? Dónde, los rastrojos?...
Y reirán otra vez. Si te asustaste
sos otro más entre los tantos flojos.
-"¡Madrectia del alma!"
En su homenaje
va a realizar la singular hazaña.
No expondrá su memoria a tal ultraje:
mamó en su seno leche de coraje,
es hijo suyo, y ella le acompaña.
Ciego de decisión se echa al arroyo,
no siente el frío ni la lluvia; nada
le puede detener, se hunde en el hoyo
y el agua sube, turbulenta, helada,
y el niño avanza sin hallar apoyo.
El turbión le aprisiona la cintura
pierde la bolsa y su boinita rota;
se alza en puntas de pie buscando altura,
ya no parece que camina, flota
entre espumosas lenguas de agua impura.
¡Dentente, corazón, carne sufrida!
¡Si nadie puede verte!
Eres tan chico aún: vuelve y olvida.
Un paso nada más y está la muerte.
Un paso para atrás y está la vida.
De improviso una ráfaga traidora
descuaja un ceibo, bate los jarales,
sacude al niño, le sumerje ahora
y pasa poderosa y silbadora
aplastando espartillos y cardales.
Como a una paja leve, la corriente
arrastra el cuerpo; por instinto lucha,
emerge, se hunde, surge nuevamente
y un gemido de horror que nadie escucha
vibra en el aire lastimeramente...
Luego un tañido de campana viva.
¡Juancito, a clase!... No le llama en vano;
allá en lo más profundo del pantano
se alza un brazo que marcha a la deriva
con su libro de estampas en la mano.