¡Juera, guey !...
Siga la güella ¡Ah, ha, ha, ha!
Grito, picana que se hunde
como empujando al vacaje,
que se vuelve a los balidos
por campear su terneraje.
Y los toros mañeros
en las culatas,
trasijaos por la marcha
cruzan las patas;
aplastaos los mamones
van, pobrecitos,
demorando los barros
de los charquitos.
¡La vida es triste camino!
sentenciao por el destino.
¡Juera guey!,
siga la güella ¡fitu fi fii fiii![silbidos]
Clavo que desde la cola,
lo siente en la cabecera,
Que endiereza garroneando
la tropilla delantera.
Y con largos chiflidos
el domador,
rebolea su poncho
sujetador,
y entre los tarascones
van los baguales
mojando las orejas
por lo cardales.
¡Güella de espina es la vida,
aunque parezca carpida!
¡Juera guey!,
Siga la güella, ¡Ah, ha, ha, ha!
Que este mundo es un rodar
donde rueda nuestra suerte.
Vamos arriando la vida
hasta llegar a la muerte.
Un cencerro de amores
nos da pujanza
pa seguir a la dicha
de una esperanza,
y tirita el badajo
sus tristes sones
como van tiritando
los corazones.
¡Troperos de la ventura,
somos en la noche oscura!
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DISERTACIÓN
del Señor Santiago H. Rocca
Sobre los motivos que inspiraron su canción criolla
¡JUERA GUAY!
Patrocinada por el Instituto Agrario Argentino
que dirige el Doctor Cornelio J. Viera
y propalado por Radio Fénix el 7 de Mayo de 1938.
Buenos Aires
1938
PALABRAS PRONUNCIADAS POR EL DOCTOR CORNELIO VIERA
AL OFRECER EL MICRÓFONO AL Sr. SANTIAGO H. ROCCA
Como lo teníamos anunciado, el Instituto Agrario Argentino en su audición de hoy, se honra con la presencia de un amigo. Es Dn. Santiago H. Rocca. Su personalidad superior, reflejada en sus obras infinitamente delicadas y fino dibujo del carácter de nuestros hombres de campo es bien conocida.
Cuántas veces escuchando su triunfo “La Tropilla”, nos quedamos deslumbrados por la singular hombría de su expresión y la riqueza descriptiva de su letra. Profundo psicólogo y conocedor, ha vivido cultivando una devoción serena y comprensiva a nuestro campo y sus hombres. De las obras de Don Santiago H. Rocca, surge la enseñanza de una filosofía que porque es profunda es simple. Su elevada poesía tiene su fundamento en el simbolismo de los tipos por él descriptos. Don Santiago H. Rocca, podríamos decir es la síntesis ciudadana de los hombres que exalta.
El objeto de la reunión de hoy, es brindar al público amante de maestra música, una conferencia excepcional. Es el mismo autor quien describe su cuadro. Pero este cuadro es algo vivo, animado, que adquiere todo su vigor y colorido al conjuro de su creador.
Previo a la palabra de Don Santiago H. Rocca escucharemos al cantor Miguel Mendía, interpretando ¡Juera Guay! con el reconocido sentimiento y justeza que le caracterizan.
¡JUERA GUAY! SIGA LA HUELLA
Este es el grito campero de los gauchos del sur de la Provincia de Buenos Aires, al cual agregan ese já... já... já..., especie de bulla sarcástica, juguetona y traviesa con la que arrean los animales espantándolos para obligarlos a marchar.
En la punta se dispone la colocación de las tropillas confundidas en aparente entrevero, pero que al observarlas con detenimiento, se verifica con claridad, que cada una de ellas no sólo marcha con su bloque aislado, sino que tampoco ha permitido la intromisión de animales extraños, ubicándose cada caballo en el lugar que ha conseguido conquistar, acicateado por el celo y el amor que le provoca la querencia de la madrina.
Es de orden que a las tropillas que forman el conjunto de yeguarizos las arree el domador. Tipo gaucho de perfiles inconfundibles, por lo general, mocetón fornido en cuyos rasgos se trasunta la hombría, el carácter, la altivez, la bravura y al mismo tiempo la modesta humildad y serena mansedumbre de los hombres capaces.
Es por esto que en las estancias el domador ha sido siempre la figura central, el prototipo racial a quien se le considera con los respetos que merece un valiente y al mismo tiempo con el cariño y la simpatía que despiertan los ídolos de proezas y de hazañas.
Pisándole los garrones al pingo del jinete que lorea entre avalanzos y relinchos van los novillitos y vaquillonas o sea la hacienda liviana y joven que diríamos son los optimistas que en su inconciente impaciencia desesperan por llegar, sin saber adónde ni a qué; pero atropellando siempre, lejos muchas veces de suponer el triste final que les espera. A éstos el tranquilo sagaz paisano los sujeta con suma facilidad y confianza, ya sea con un chiflido sosegador o si mucho apuran con el ponchazo que les sacude por el hocico.
En el centro de la tropa marchan a paso lento y cauteloso las vacas con cría, amparando el ternerito que llevan al pie, pero las que lo han extraviado, ésas avanzan un paso adelante y dos para atrás, desesperadas en la empeñosa busca de su hijo al que no abandonan ni hay fuerza capaz de arredrarlas. Estos animales enfurecidos remolinean, mugen y envisten, en una actitud desafiante, es el amor de las madres, el más grande y desinteresado de los amores, que se evidencia en esta lección que nos dan los animales.
Orillando los charcos que bordean las huellas del camino, corsarios se meten los porfiados mamoncitos, que al hacerlo por el reflejo nervioso que les provoca la inmersión y el miedo a lo desconocido, se transforman con sus colitas repingadas en lo alto encabritándose en una pintoresca y graciosa elegancia.
Estos mamones se asemejan a los pobrecitos que en la vida no tienen la suerte de quien los apuntale y que aun cuando tengan condiciones para triunfar, viven condenados a beber los barros del camino; que entre paréntesis en nada se parecen a otra clase de mamones que también los hay en la hacienda vacuna, esos guachos que chupan como melliceros la ubre más abultada y así se crían desarrollados y gordos prendidos siempre de la teta que les dé mejor leche y más los amamante.
¡Cuántos hay entre los seres humanos que a éstos se parecen y que por este medio se exhiben como personalidades escalando alturas y detentando posiciones a las que trepan por la suerte y por la audacia!
Remoloneando en la culata de la tropa van apartados, precavidos y guardándose distancia los toros viejos. Estos marchan con un empaque mañero, diríamos que son como los vencidos de la vida que amargados y sin ilusiones ya se han cansado de luchar y lerdean considerándose fracasados y sin apuro que los seduzca para llegar a la ya conocida raya del desengaño.
Así va avanzando el arreo rumiando a tranco lento las leguas del camino, entre las voces y silbidos de los reseros y el ruido de cajas de quena que producen las pezuñas y las astas.
Desde la culata los gritos empujan azuzando como picana, pero los animales de atrás no responden con la liberalidad de los delanteros que siempre quieren enderezar.
Así ocurre también en la vida: los que luchan desde abajo contra la adversidad esos van en la cola y las palabras de estímulo las reciben con indiferencia. En cambio los agraciados de la fortuna disparan llevándose todo por delante, para ellos corno dice el refrán criollo “el campo es orégano y la vizcachera playa”.
Este picanazo apurador que ha sentido la delantera contagia hasta los mismos mancarrones de las tropillas, que entre culebreadas cuerpean los cardos mordiéndose y mojando las orejas como si quisieran decir: así son ustedes los hombres, se muerden y patean cuando quieren arrebatarse la delantera de una preminencia. Con la diferencia que los irracionales lo hacen por instinto de conservación, y para defenderse del dolor que le producen las espinas; y los seres humanos obedeciendo a bajas pasiones que disfraza muy bien la máscara de afuera pero que nos roe por dentro impulsándonos a nuestros peores y más ponzoñosos enemigos.
Allá en el fondo penduliando en un continuo zig zag, perdido entre una nube de tierra se dibuja por momentos la silueta de un paisano, que por su estampa, su flete y sus prendas parecieran galones que van delatando su autoridad. ¡Ese es el capataz! el hombre gaucho del campo que aprendimos a querer desde niños, y que todavía existe en las pocas estancias en que queda un patrón criollo que se hermane con su gente como compañero, maestro y amigo.
Aquel hijo de las pampas que no conoció más escuela que la naturaleza, aquel que criado en el humilde hogar de un rancho de paja y terrón, sabía respetar y hacerse respetar, vivir honradamente y querer a su Patria por sobre todas las cosas.
Aquel criollo que hace de su honestidad virtud, de su altivez orgullo y de su valentía culto, todo el bagaje donde atesora su vida y le hace merecer la consideración respetuosa que la gente le dispensa.
Ese es el humilde gaucho nuestro a quien se le confiere el título de capataz, a quien el patrón le entrega sus bienes o los miles de pesos que representa el valor de una tropa, para que vaya al azar de cualquier eventualidad sin más papeles ni documentos que la confianza en el hombre, pero en la plena seguridad que antes perderá su vida que el honor en él depositado.
No puedo terminar estas sencillas frases que han inspirado mi ¡Juera Guay!, sin decir con todo dolor que es una lástima desaparezca de esta tierra este exponente de acrisolada honestidad que ha sido la condición proverbial del gaucho argentino.
Y desaparecerá, fatalmente desaparecerá contaminado por la corrupción injertada de los días que vivimos.
Si la pillería y el robo, exhibida desde lo alto es viveza que encumbra y no se castiga y si para colmo enriquece y viste; si los tiempos, que corren han transformado el honor en delito y el robo en virtud ¿con qué ventaja se va a seguir siendo honrado? Abramos las cárceles que allí hay mucho pobre diablo que por haber carneado una vaca para comer está purgando una pena.
No, no se puede ser como argentino impasible e indiferente a todo esto; hay que reaccionar contra esta norma que corrompe, envilece y denigra.
Son las jerarquías superiores de la sociedad las que deben marcar rumbos, dando ejemplos como los dieron nuestros Padres cuando poblaron sus campos. Ellos que lo mismo vestían un frac para asistir a una reunión social, como calzaban las nazarenas y revoleaban un lazo sin dejar de ser señores; eran los primeros en presentarse en las crudas madrugadas de invierno en la cocina de los peones para decirles:
“Bueno muchachos, vamos a tomar el del estribo y después medio bozal y a caballo”. Y allá salía haciendo punta como un general con sus soldados.
Y así, como hacía cabeza en la rectitud del trabajo sabía imponerse como hombre de acción y respeto si el caso lo requería, y lo mismo pulsaba una guitarra para alegrar una reunión campera, como se asociaba al dolor llevando su palabra de consuelo cuando el infortunio golpeaba la puerta del más humilde rancho.
Hoy cualquier advenedizo se siente señor patrón por el hecho de ser el propietario material y cualquier arribeño sirve de mayordomo gritando para mandar, pavoneado con el auto que tiene frente a las casas; pero en aquellos tiempos en que había que llegar a las estancias atravesando desiertos pajonales y pelándose las nalgas sobre las volantas o sobre el recado, mandaba el que sabía mandar, con capacidad probada y sobre todo con autoridad moral, y este sí, se adentraba en el corazón de los criollos que cariñosamente y en el sentido más afectuoso de la palabra le daban el título de “Patrón”.
Patrones, señores, que gobiernen así imitando estos ejemplos necesitan nuestras pampas, para que no mueran las queridas tradiciones y perdure en esta tierra el alma gaucha argentina que tanto sirvió a su Patria honrándola.