Don Luna era resero, albañil, domador, picapedrero y otras yerbas. Era ‘siete oficios’, como muchos criollos provincianos. Y como había tenido muy buena criadez ostentaba sin orgullo su buena conducta, su generosa humildad, siempre dispuesto a hacer gauchadas.
Lo mismo rastreaba un puma, que remendaba su maleta maicera. Lo mismo le quitaba el orgullo a un potro, que le componía el calzado a su changa, gurisa sordomuda, espejito empañado de la selva.
Jesús Luna vivía entre los chañares de Cerro Colorado, detrás del Puesto de los Bulacios.
No tenía camino para llegar al rancho. Era una senda angosta, espinuda, crecedora de matas a la primera humedad. A la media legua se abría el monte en un claro que llamaban "el patio".
Allí estaba un corral, las cabras, la lechera, las gallinas, y la casa, donde una hermana vieja arreglaba las cosas, entendiéndose con la changa, en cuyos ojos nacía cada mañana un paisaje de pájaros mudos y viento sin música.
Entre los gustos criollos, don Luna tenía uno preferido: era un narrador.
No andaba por ahí buscando quien lo escuche. Pero si alguna vez la cosa venía con rumbos al cuento, a la historia, al sucedido, don Luna sacaba una tosecita cortona, y mientras trazaba con el índice quién sabe qué dibujos sobre la tosca mesa, comenzaba siempre con las mismas palabras, como un ritual de voces llamadoras de la buena memoria:
_ Ahúra que dice eso ... yo siempre me sé acordar de una güelta…
Y así, despaciosamente, casi sin levantar la vista, relataba algún asunto, algún acontecimiento del pago, gracioso o dramático, pero sin desperdicio. Le salían imágenes ‘como pa verso’, pero sin duda no eran más que el vivir entre piedra, y algarrobos, chañares, represas, soledad y pájaros.
Indudablemente, don Luna era un amigo del Viento sembrador de hilachitas, el Viento de la leyenda. Por eso encontraba, sin buscarlas, las formas de expresión que le dictaba la tierra, el pago, la vida. Por eso decía los detalles de una doma, en que el potro le quería robar las riendas en furiosos estirones:
- Y a mí se me aburrían las manos de hacer juersa...
O hablando de un día lindo:
- Pasaban los pajaritos con los colores más lindos y cantando de un modo... como si Dios hubiera desparramao azúcar en el aire...
O sobre asuntos serios:
- Y... amigo, la esperanza es como la flor del garabato. Ahí está, arribita, pero hay que hincarse con tanta espina, de no, no se logra…
En las noches del verano, cuando en el boliche tocan ‘la música’, don Jesús, sin bailar ni truquear, se quedaba horas escuchando la sucesión de chacareras, remedios, valses y zambas.
A veces, la hora alta lo hallaba fuera de las casas, y entonces montaba en su doradillo y partía como sin ganas, rumbo a sus montes. Y como si lo llamaran de atrás, acomodaba la oreja ‘pal lao del viento’ para no perderse el final de una vidala que el viento de la noche le acercaba como un presente antiguo, como un saludo de viajero a viajero.
A veces, ejecutando uno de sus siete oficios, se pasaba los días enteros emparejando palos de piquillín para postes. Afilaba la azuela como para afeitarse y luego pisando el palo, comenzaba la tarea, haciendo que el filosísimo acero fuera puliendo y redondeando la madera, frenándose en la alpargata con justo golpe.
Todo lo hacía con medido tiempo, sin apurarse. De a ratos, cuando el trabajo se lo permitía, solía canturrear alguna cosa, para él solo. Y cuando por torpeza o distracción cometía algún error, sacaba mal un palo o forzaba un torniquete, se retaba diciéndose:
- ¡No cantés, que estás de duelo! _
Pasaba por el camino de la Quebrada Brava, la caravana de jinetes, rumbo a Caminiaga, para las fiestas de la candelaria. Don Luna, golilla al viento, lucía sus pequeñas espuelas antiguas.
Allá en el pueblo colmado de peregrinos y curiosos, la plaza ofrecía la sombra de los viejos aguaribays. Y en los bosquecillos cercanos, envueltos en un aire de inocencia, un grupo de paisanos pasaba la siesta tabeando de lo lindo, donde Ramirez y Contreras lograban lo mejor de las chirolas con su pulso sereno, su ausencia de avaricia, y la cabal vuelta y media del ‘hueso’.
Allí estaba don Jesús Luna, con sus amigos, que lo eran todos. Y al caer la tarde, volviendo al Cerro Colorado al tranco de la caballada, los viajeros hacían un alto en la marcha, cerca de El Pantano. Liaban su tabaco, armando cigarrillos, bebían los fletes en el agua clara, y charlaban un rato. Allí comenzaba la tosecita de don Luna, y el relato jugoso de algún sucedido. Cuando volvían a montar a caballo, ya los grillos estaban sacando la noche desde el fondo de las grutas.
Al llegar a la aldea de Cerro Colorado, los jinetes se separaban, cada cual camino a su casa.
Don Jesús pasaba de largo el río, el caserío de los Sosa, el pencal de los Gayanes, Las Trancas, y enderezaba hacia el norte, rumbo al Puesto de los Bulacios. Junto al pozo grande, abandonaba el ancho camino y ganaba el monte por la estrecha senda de los chañares. En la noche, apenas si resonaban los cascos del doradillo, como si se cuidaran de no despertar los pájaros.
Don Luna atendía la ración de su flete. Colgaba en una horqueta la bajera sudada. Bajo los horcones quedaban riendas, lazo y arreador. El hombre contemplaba las estrellas, averiguando el tiempo de mañana.
Penetraba en el rancho, y se quedaba un rato observando el sueño de su changuita, la niña cercada por todos los silencios del mundo.
Conociéndolo a don Luna, no era difícil adivinar sus pensamientos de esos instantes:
-¿Para qué brinca el agua en el río? _
- ¿Para qué cantarán los zorzales y las reina-moras, si ella no puede escucharlos?
-¿Dónde, en qué rincón del monte, debajo de qué piedra están las palabras que Dios ha destinado para que ella las pronuncie…? _
Jesús Luna salía con la mañana en ancas de su caballo, ‘pal trabajo’. Y como era ‘siete oficios’, lo mismo amansaba un potro o lidiaba con arena, portland y agua, o pulía postes, o rastreaba pumas, o curaba novillos en la sierra ‘dagüelteando la pisada’, mientras pronunciaba en voz baja antiguas y rituales frases.
Y cada semana se proporcionaba la ocasión de una historia. Y don Luna soltaba su narración:
- Sí… Me sé acordar de una güelta, cuando Rufino Galván cruzó el maizal de frente a las casas.
Caminaba cayao, como el destino… Un día amaneció dolorido. Le echó la culpa al frío, al calor, a la fatiga. ‘Questo que lotro, la cosa es que no andoy bien...’
Pero a las pocas semanas ya no pudo levantarse. Veía la vida del monte desde la puerta entreabierta, y el hombre, con la osamenta tullida, contemplaba las travesuras del sol y del viento en la arenita del patio, apenitas nomás.
Murió a lo criollo, según nos contaban la noche del velorio. Seguramente sintió que se iba, y llamó a la vieja hermana. Le pidió que le ensillara el doradillo, ‘pero bien ensillao’.
- ¿Pa qué…? _ Preguntaba la familia. Y él respondió:
- Pa verlo. Ensillao, sujetá las riendas arriba y trailo del cabestro hasta el patio. - ¡Pasíalo, pa' verlo!
Le cumplieron el gusto. El último gusto. Y le pasearon el flete por el patio, frente a la puerta del rancho. Desde el rincón, medio acomodado en su catre de tientos, don Luna contempló su caballo. ¡Su caballo! No sería raro que en ese momento su corazón de criollo le hubiera prestado la necesaria fuerza para que suelte una tosecita, como esa con que solía anunciar el comienzo de un cuento, de una historia, llena de imágenes lindas ‘como pa verso’.
Y así mirando su caballo "bien ensillao" se fue yendo de la vida, callado, como el Destino.
Se ha muerto don Jesús Luna,
buen criollo 'pa lo que mande'.
Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie.
Su lazo de diez brazadas,
su flete de ganar reales,
su hacha de abatir palos
guapeando en los pedregales.
Su niña triste y enferma
con un rosario de males,
su rancho en medio del monte
sin caminos y sin calles,
con sólo una senda larga
entre los algarrobales...
Se ha muerto don Jesús Luna,
buen criollo 'pa lo que mande'.
Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie.
De a pie, o en sulky, o en carro,
los criollos de estos lugares
acompañan a don Luna
por medio de los chañares.
Son 'siete oficios' como él,
gente de los pedregales,
paisanos de monte y cerro,
gauchos de las soledades.
Se ha muerto don Jesús Luna,
buen criollo 'pa lo que mande'.
Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie."
De a pie, o en sulky, o en carro,
los criollos de estos lugares
acompañan a don Luna
por medio de los chañares.
Son 'siete oficios' como él,
gente de los pedregales,
paisanos de monte y cerro,
gauchos de las soledades.
Se ha muerto don Jesús Luna,
buen criollo. . . ‘pa lo que mande'.
¡Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie ...