Cantaba por el arado,
para la parva cantaba:
mientras castigaba el cuerpo
se le divertía el alma.
Por su boca retozona
Casero se le apodaba,
asemejándolo al pájaro
que en barro canta su casa.
Su permanente alegría,
la mejor de las chicharras,
alivianaba el quehacer
lo mismo que el no hacer nada.
Todo risas y salud,
todo fuerzas y confianza,
jamás le alambró una pena
los horizontes del alma.
La malicia de sus ojos
le mojaba las palabras
si al alcance del instinto
pasaba alguna muchacha.
Pronto tenía el piropo
y la contraflor clavada,
y, tras la palabra chusca,
la risa enorme saltaba.
La degollaba la boca
la guaranga carcajada,
que enseñaba la luciente
dentadura bien granada.
Invitado de cajón
para bailes y jaranas,
los pericones y gatos
eran menta de sus plantas.
Sin preferir una moza
para todas alegraba
y su linda relación
estaba siempre ensillada.
Novia no le conocían,
pero en visitas andaba:
para él eran peores todas
y ninguna peor es nada.
A su poco de guitarra
sus muchos versos le daba
y a cada rancho del pago
lo enceló su serenata.
En el camino estirado
lo hallaron una mañana,
con los ojos ya marchitos,
con el alma desangrada.
Turbia la cara tenía
como si en algo pensara,
y mostraba la luciente
dentadura bien granada.
La guitarra como el dueño:
con las cuerdas degolladas.
Y, un poco apartado el pingo,
que yerbeaba, que yerbeaba.
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