Después de un solazo ardiente
lindo es salir al tranquito
en un caballo mansito
pero vivo y reluciente;
tender la vista hacia el frente
como agrandando el lugar
y con otro comentar,
que la tarde, ya en derrota,
le abre una puerta grandota
al sol que se quiere entrar.
Corre a tal hora una brisa
que invita a seguir andando
al tranquito… conversando
y siempre sin darse prisa;
el mosquito, a banda lisa,
sigue tenaz, cargador,
y se va alzando el olor
de los pastos, que asoleados,
se ven como marchitados
y van perdiendo vigor.
Llegamos a una tapera,
que en un lugar solitario,
es templo sin campanario
existente campo afuera;
entre el silencio que impera,
nace alguna sugestión,
pues parece que un cordón
de mostazas y flechillas,
estuvieran de rodillas
rezándole una oración.
Tras de una hojita que vuela
o un cascotito rodando,
parece estarse escuchando
las pisadas de una abuela;
inmensamente se anhela,
a pura imaginación,
remover cada terrón,
por descubrir lo que ha sido
y ante escombros de su olvido
hacer su reconstrucción.
Seguimos, y algún yuyito
de seductora fragancia,
lo lleva a uno a tal distancia
que lo interna en lo infinito;
parece abrir despacito
las portadas del placer
y, como si florecer
quisiera en el pensamiento,
forma pimpollo un lamento
entre alegrías de ayer.
Ya noche casi cerrada,
con la última vislumbre,
al regresar, por costumbre,
bajamos en la enramada;
la luna, como incendiada,
va comenzando a subir;
lo que convida a seguir
después de un buen asadito,
al tranco… siempre al tranquito,
como nuestro porvenir.
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