Un día, andando a la hora
del bochorno sosegada,
vi a Jesusa la vaquera
bañándose en la quebrada.
Iba yo juntando moras
a pie por gozar del día,
cuando me vino de lejos
una clara gritería.
Descolguéme prestamente
por ver quien era, curioso,
escondido bajo un árbol
comencé a mirar ansioso.
Atado de un arrayán
dormitaba un caballejo
que a su dueña la miraba
con mansos ojos de viejo.
En un tazón un chicuelo
desnudo como un Cupido,
pataleaba y gritaba
de unas raíces prendido.
Y bajo un chorro de espuma
clamoroso, deslumbrante,
ella doblábase débil
y forcejeaba jadeante.
El chorro crespo y rugiente,
blanco demonio forzudo,
le resbaló la camisa,
dejóle el cuerpo desnudo.
Miré, ¡gloria de los ojos!
aquel busto por mi mal,
de carne dura y morena
con reflejos de metal.
Luego en el frío remanso
se hundió con brusco chapuz
y el sol sobre el agua trémula
sembró pétalos de luz.
Y al salir de mi escondite
vi al soslayo, con pavura,
la silueta fugitiva
de un sátiro en la espesura.
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