La retrataban despacio
los peones de aquellos días:
nerviosas las manos frías,
retinto el cabello lacio.
Trajo su esbelta belleza
de garza huraña a la estancia
cuando todo era distancia,
desolación y tristeza.
Siempre de blanco vestida
y más blanca que su traje
parecía un ángel de encaje
paseando por la avenida
y temblaba el horizonte
de las noches de verano
cuando la voz de su piano
quebraba la paz del monte.
Herida por mano aleve
poco después de casada,
murió de una puñalada
en 1909,
y al tiempo de fallecida,
como suele suceder,
se comenzó a aparecer
mucho más linda que en vida.
Nunca sabré si fue a ella
a quien vi una noche clara
pasar como si volara
por el manchón de la huella.
La rodeaba una aureola
de lumbre fosforecente
y arrastraba en el relente
el albo traje de cola.
(Otro que había conseguido
mirarla durante un trecho,
dijo que en medio del pecho
llevaba el puñal hundido).
Inquietando la vislumbre
del galpón, junto a su antiguo
piano flotaba un exiguo
brillo de piedra de alumbre,
y un mensual que no era blando
ante un potro o un cuchillo,
se tiró desde el altillo
cuando la encontró tocando.
Al despuntar los retoños
en los árboles partía;
como la melancolía
tornaba con los otoños.
Primero igual que una esencia
vaga en las habitaciones,
después con apariciones
de líquida transparencia.
A veces correr de espuma
donde el monte era más hondo,
otras descenso redondo
tan leve como de pluma,
parecía que se acercara
de atrás, y en la media vuelta,
uno rozara de suelta
cabellera con la cara.
Cuando nos fuimos seguro
que al girar la última llave,
su incierta presencia suave
debió plasmarse en lo oscuro.
Lejos de todo testigo
pasearía su alado porte
sin tocar un picaporte
ni desprender un postigo,
y saliendo por los rojos
corredores del pasado,
a solas habrá llorado
todo el dolor de sus ojos,
porque un perro que no quiso
seguirnos detrás del coche
y se quedó aquella noche
sufrió un maléfico hechizo,
y aunque llegó al día siguiente
despavorido y jadeante,
allí nomás adelante
nuestro, murió de repente.
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