Hoy les ruego silencio;
simplemente
hoy les pido silencio, porque debo
en esta noche celebrar guitarras.
Nada más que guitarras.
La primera será la de don Mauro,
-allá por los verdes de la infancia-
don Mauro de múltiples oficios;
habitualmente carpintero, a veces
perseguidor de pumas,
cazador de quirquinchos y vizcachas,
o sacristán, por veces, en el coro
de las capillas serranas;
yo dormía en su poncho, duro poncho,
-suave de manos de mujer puntana-
escuchando brotar de las bordonas
pañuelos, pañuelos y pañuelos
con pétalos de zamba.
Cierta vez en un pueblo
de la sierra que dicen La Quebrada,
cantaba Crisóstomo Quiroga,
detrás de una guitarra,
le faltaba una cuerda,
y sin la cuerda,
me obsequió una tonada
con este cogollo que me duele
sobre la oreja musical del alma:
«Poeta Agüero que viva
cogollito de cardón,
yo lo quiero porque dice
cosas de su corazón».
Cuando Manuel Cornejo se moría,
en su pago natal de Piedra Blanca,
presintiendo la muerte, y su reclamo
de búho a la distancia,
llamó a su amigo Rudecindo Cuello,
para decirle, ronco:
-Vení con la guitarra,
porque siento la muerte que me ronda,
y quisiera escucharla,
con el último resto de mi oído,
hasta que apunte el alba.
Don Rudecindo obedeció a Cornejo
y trajo la guitarra,
se arrodilló en un pardo cojinillo
a los pies de la cama,
y tañía y lloraba
y lloraba y tañía
a los pies de la cama;
la eternidad afuera traducía
los silencios de un tala.
Yo conozco los ranchos de los cerros,
las taperas de la pampa,
el corazón del pobre,
y el cuarto triste de una sola cama,
donde no hay puerta,
lámpara,
sonrisa,
nada,
ni siquiera la silla para el huésped,
ni tenedor ni cuchara,
pero allí he visto yacer
sobre la única almohada,
con cintas en el cuello
como una muchacha
dormida y desnuda
la guitarra.
El Chocho Arancibia
una mañana
golpeó la puerta
de mi antigua casa,
me traía canciones sobre el pecho,
me trajo su guitarra:
¡»Camino de carros»...
Mañanitas de Merlo»...
»Caminito del Norte»...
Él las cantó, las dijo;
yo no le dije nada.
Solamente guitarras.
Nada más que guitarras.
Yo no la quiero árabe,
no la quiero española,
no la quiero en los teatros,
donde aplauden manos
con las uñas pintadas,
no la quiero en la Radio
porque suena
a dinero de feria y propaganda,
porque yo la quiero
modesta y humilde como un palo,
como una simple tabla,
como el mortero rural, o la batea
como el mortero, sí, como el mortero
en cuya boca ancha
se muelen las uvas de la Cueca,
el maíz de la Zamba,
y el trigo natal y comunero
que después será pan en las tonadas.
Don Crisanto Lucero cierta noche
quiso cruzar un vado del Conlara.
Entre los truenos y los rayos
de la tormenta de color de azufre,
y las violentas aguas;
su caballo era negro y en la noche
parecía un demonio
de crines enlutadas;
don Crisanto traía por delante,
sobre el apero de gozar domingos,
su mujer: la guitarra.
Y esto fue lo que vieron esa noche
los levantados hombros del Conlara:
un hombre solo hundiéndose en la muerte,
sobre el caballo de su amor de gaucho,
con las manos frenéticas alzando,
hasta la última ola de agonía,
para que no se ahogara
su mujer: la guitarra…
Aquí digo ese ataúd de música
que navega el Conlara.
Nada más que guitarras.
¿Y tu guitarra, Laura?
La pequeña guitarra que vendiste
por monedas una tarde en Larca,
entre la luz del aire con bumbunas
zorzales y cigarras
para pagar tu viaje hacia la muerte
donde esperaba sin saber tu amante.
Pero, ¿estás muerta, Laura?
¿Tu materia de luna se ha disuelto?
Solamente hay un muro con un clavo
donde cuelga sin ojos
y sin manos
la pequeña guitarra.
Jofré y Heredia son puntanos,
serenos constructores
de sonoras guitarras,
las fabrican de sueños,
las tejen de la nada
con rezagos de mesas inservibles,
con restos de antiguos ataúdes,
y sin embargo prontas
a cualquier resonancia.
Solamente guitarras.
Cuando el sábado enarbola:
las banderas del Vino.
Las guitarras
iluminan la noche desde Quines
hasta Buena Esperanza;
trepen a cualquier árbol,
asciendan a cualquier lomada,
podrán distinguirlas, invisibles,
más allá de las huellas del camino;
millares de guitarras,
nada más que guitarras...
Mejor morir en sábado
si queremos la muerte festejada.
Cada cosecha parten
los braceros puntanos,
a caballo
en camiones,
en vagones de carga
como otra bolsa más,
van al maíz,
al trigo,
a la vendimia,
a soportar los filos de la chala,
el mordisco sutil de la mazorca,
las ofensas del cardo, la urticaria
de la arpillera burda sobre el hombro,
y la lepra del amo
que les muerde la espalda.
Y sin embargo, luego, en los galpones
infernales de zinc, se recuperan
tañendo y soñando las guitarras.
Desde las cuerdas tensas
les sube, celeste, hasta la cara
una brisa de valles, que les dice
los cerros morados, el arroyo
donde sauces inventan la esperanza,
las venerables piedras amarillas,
los ranchos de adobes, la ternura
de los techos de paja,
y niños, más niños, otros niños,
detrás de mujeres solitarias.
Por un instante sienten
la libertad zumbar como una abeja,
o volar por el ámbito cerrado
como una golondrina equivocada.
Don Alonso Gatica, el «tartamudo»,
tenía un caballo, una montura,
el desamor de su amor,
y una guitarra;
diez mil lunas lo vieron en la noche
al pie de una ventana,
como ante el marco de un retrato oculto,
entonando la misma serenata;
comenzó cuando joven y ya era viejo
la noche aquella del gendarme torpe
que destripó a sablazos su guitarra;
lo mandaron a Oliva, encadenado
contra los hierros de una cama blanca.
-Murió de amor (rezaron las comadres).
-De amor por su amor y la guitarra.
Una noche saldré por la provincia
sin más compañía que estos Digos
que ayudaré a decir a la guitarra;
no llevaré más baqueano que mi instinto
de resero y calandria,
y caminaré caminos asfaltados
donde ruedan los autos de los ricos
que parecen los padres de las vacas,
recorreré las huellas de los carros
orilladas de tónico poleo
y díscolas viznagas,
y treparé senderos de caballo,
atajos de majadas,
las rutas que saben los mineros,
los pastores,
las cabras.
Y dondequiera se hermanen y reúnan
puntanos y puntanas,
les cantaré la guerra que proclamo,
esta guerra de paz que nos permita
conquistar la mañana,
incendiar la pobreza y los harapos,
quemar los maderos carcomidos,
decapitar el rencor, o fusilarlo,
derrotar heredados egoísmos,
sanar a los niños que agonizan
porque la leche falta,
repatriar a los jóvenes que parten
en trenes de sombra hacia ciudades
donde la vida es una muerte larga,
y romper los embrujos de la Sed
liberando los pájaros del Agua,
que duermen debajo de nosotros
prisioneros de rocas planetarias.
Para esa guerra tengo
-en un baúl sin llave-
la bandera guardada,
y el manuscrito de una copla vieja
que será la proclama;
y en otro baúl con cerradura
-para el grito guerrero
y la rapsodia- una verde guitarra.
Y ahora les pregunto:
- ¿Y la otra guitarra,
la que guardo
entre pecho y espalda?
¿La que tiene cordaje masculino
y diapasón de alma?
La guitarra interior que sólo siento
cuando abrazo silencios de la almohada?
¿Esta otra secreta,
la mía,
la guardada,
es que no vale
nada?
¿Y no puede volar hasta el poema
a ser también como una flor de fuego
en las últimas ramas?.
Aquí la muestro ahora,
es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora,
esta hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me sobra,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad,
de muerte,
de sombra de palabras...
Pero ¿es que no vale
nada
mi secreta guitarra
y no puede subir hasta nosotros
como suben las otras esta noche
de siderales fiestas y fragancias?.
Que este Digo los cubra, como cubre
con su sombra de abuelo el Algarrobo,
mi cuna de ayer en Piedra Blanca.
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