De un ranchito de terrón
al apagarse el lucero
como de un nido de hornero
se ve asomar un pichón,
su plumaje es un jirón
de lo que fue una bombacha,
una camisa de hilachas,
en el pescuezo un pañuelo
y arrastrando por el suelo
lleva un bozal y una guacha.
Parece que lo han tallado
con la punta de un cuchillo
y como crin de potrillo
tiene el pelo alborotado,
de la madre le ha quedado
en los ojos la belleza
y en el gesto de fiereza
se le adivina el coraje
que en su corazón salvaje
grabó el padre con firmeza.
Nunca tuvo un compañero
para llamarlo "su amigo"
y es el único testigo
de sus penas: "el Nochero";
él dejó de ser mañero
sintiendo en el costillar
apenas el talonear
que aquél pichón apuraba
cuando su cuerpo inclinaba
para hacerlo galopar.
No conoce las ternuras
de una mano cariñosa
y su frente sudorosa
jamás supo de dulzuras,
sabe sí de la bravura
con que lo acaricia el viento
y aprendió con el acento
de algún pájaro cantor
a saber lo que es dolor
y a qué se llama lamento.
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