Solo un inmenso mar
pudo detener su geografía inconmensurable.
Un límite de barrancas profundas,
de duras rocas golpeadas por oleajes sin tregua.
Altas peñas mangruyando siglos
de soledad azul y furias blancas.
Todo esto fue necesario para fijar
la frontera de esa llanura infinita
que los criollos llamamos con el nombre
más indiano, más hermoso: PAMPA.
La pampa es como una guitarra verde que nunca calla su voz.
Casi dos siglos acunaron sus danzas ejemplares,
el dolor y la gracia cabían en las coplas
mientras la cruz del sur marcaba el rumbo
a los viajeros sin brújula.
Y el corazón del gaucho galopaba
siempre adelante del caballo en la esperanza
o detrás del caballo en el adiós.
Cambian las formas, se desgastan,
se renuevan y el alma de la pampa serena y pensativa
mantiene su jagüel sensible
para no perder el verdadero color de su espíritu.
Sufre etapas de confusión, de desesperanza.
Corren a veces aires de extranjería insubstancial,
pero llegan las furias del viento pampero
y se alejan los nubarrones y el cielo queda limpio.
El alma de la tierra es luz permanente
presente en la flor del cardo,
en el aire que dialoga con los trebolares,
en la soledad de los últimos ombúes,
en el paisano que cruza silencioso la distancia
como arreando una tropilla de leyendas
sobre ese mar de yerbas
que nosotros llamamos con el nombre
más indiano y más hermoso: PAMPA.
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