(Dibujo: Castells Capurro)
Vea, patrón: yo soy un pobre
criollo triste y cimarrón
que no ha tenido más crianza
ni más besos recibió
que el frío de los inviernos
y del verano el calor.
Juí de cachorro, boyero,
pión de estancia y domador,
y al dir gustando en las yerras
las pilchas y el corazón,
la vida me hizo resero.
Y en esa faena, señor,
arriaba una tarde cruda
por esos campos de Dios
la tropa, cuando un novillo
rezagao y chucarón,
pa este lao de los cuadriles
sin saber cómo me hirió.
Y ya me iba desangrando
cuando me vido otro poeón
y a la pulpería de un gringo
me llevaron entre dos.
Allí jué donde unas manos
sobadas por el amor,
me curaron de la herida;
pero otra herida mayor
me jueron con el cuidao
abriendo en el corazón.
Era la hija del pulpero
avariento y trapalón...
Nunca se vido en la tierra
mujer de estampa mejor.
Sus ojos eran más hondos
que los del güey cuando el sol
mira envainarse en el monte.
Y su voz... tenía en la voz
lo que tienen las guitarras
cuando las templa el amor.
Volvió tropa. Y como ya
me juí sintiendo mejor,
ensillé y tartamudeando
le dije: "Prienda, me voy.
Pa la vuelta de este viaje
vendré a verla y quiera Dios
que naide se nos oponga
a este sueño de los dos".
"Adios- me dijo- Lo espero"...
Y al saltar al redomón
otra vez allá salimos
por esos campos de Dios,
él corcoveándome abajo
y aquí arriba el corazón.
¡Qué suave soplaba el viento,
qué lindo brillaba el sol
y qué cortos los caminos!
Pero la fortuna, don,
no es baraja pa los pobres.
Cuando borracho de amor
volví a buscarla, encontré
que en la pulpería, señor,
ya no estaba la paloma.
El pulpero trapalón,
camandulero y ladino,
cobarde y calculador,
a otro gringo chacarero,
entonao y ricachón,
le había agenciao mi prienda
como cosa'e mostrador.
Se me cayó el alma al suelo
y ciego de indignación,
quise achurarlo al hereje
por la ruindad de su acción,
pero alguien me salió al cruce
pa'decirme con su voz
que al hombre no hay que matarlo
porque la vida es de Dios.
Y ansina ando desde entonces
perdido en la cerrazón,
sin saber de dónde vengo
ni pa'l destino que voy.
Ya no suepla el viento suave,
ni brilla en mi cielo el sol.
Y aunque lucho y forcejeo
por hallar resignación
a tanto mal, cada vez
que en ancas de mi dolor
entrengo a la pulpería,
miro la puerta, patrón,
y sin quererlo, mi mano
se va a la cruz del facón.
¿Si no hay que matar al hombre
porque la vida es de Dios,
por qué Dios deja que ansina
nos maten el corazón?
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