(Pintura: Carlos Montefusco)
Tengo un rancho a la orilla del arroyo,
entre plumachos blancos y entre flores,
ande llega el perfume de los yuyos
y el canto de los pájaros del monte.
Tengo tuita mi dicha en esa choza:
mi azulejo, mis pilchas, mi guitarra
y una chirusa buena y querendona
que no sabe ordeñar ni hacer “chatasca”.
¡Es pueblera nomás!... ¡pero qué importa,
si guarda su cariño pa este gaucho,
si a mi no me disgusta que sea fina
y ella vive gustosa en ese rancho!
Cuando suelto los “pampas” a las doce,
después de hacer cantando mi trabajo,
ella mimosa y linda, en la tranquera,
me espera con un beso y un amargo.
Aura está acostumbrándose al trabajo,
-no vayan a pensarse que es tan fina-.
Ya aprendió a juntar yuyos pa los chanchos
y a darles la ración a las gallinas.
Al principio nos dábamos lecciones:
Ni ella sabía hacer el amasijo
ni pisar mazamorra en el mortero
ni yo sabía comer sin hacer ruido.
Como yo soy de lengua tan matrera
y ella es pa conversar tan refinada,
a veces nuestra charla acaba en risas
y nos decimos más con la mirada.
Yo soy bruto nomás, hijo del campo;
ella es fina –al revés- por ser del pueblo.
Y yo pregunto: A quién va a parecerse
el gauchito que llega pa febrero?
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