Como se cae un lancero
herido en la montonera,
como si la muerte fuera
la ley de todo entrevero;
como se apaga el lucero
entre las barras del día;
como muere la alegría
y la risa se hace lloro,
así cayó el pingo moro
en una corta agonía.
Aquél morito ligero,
que pa entrar en la leyenda,
supo mostrar en la senda
su estirpe de parejero,
tan manso en el partidero,
ya por cinta o por bandera,
que corriendo donde quiera
tenía su fama cobrada,
al contar todas ganadas
sus diecinueve carreras.
Entró en la Rural del Prado
con su dueño y compañero
Héctor Fernández campero,
quien al moro había domado.
Era de verlo, sentado,
apadrinar con presteza,
con tanta delicadeza
caballo y hombre se unían,
que, a ocasiones, parecían
hechos de una sola pieza.
Era el mismo pensamiento
entrando en la atropellada
al fin de la jineteada
en el preciso momento.
Tan veloz igual que el viento
(por algo fue parejero).
Me dijo el Indio Rivero,
viendo a los dos en el llano:
-"Si el campero es el paisano
el moro es también campero".
Y esa tarde de calor,
al tercer potro agarrado,
el moro quedó envarado,
presa de extraño dolor.
Como sintiendo un temor,
Fernández se desmontó;
el morito relinchó,
presintiendo su final
y en el medio del corral
con la muerte se pialó.
Era el fin de un animal
de tan noble casi humano,
compañero, amigo, hermano
de aquél paisano oriental.
Era un sueño, un ideal
que se había desvanecido;
y el gauchaje, conmovido,
se fue, en silencio, arrimando,
viendo a Fernández llorando
junto al caballo caído.
Cuando se siente un dolor,
es necesario llorar,
y quien pueda acompañar,
cuando acompañe es mejor.
Quedó el apadrinador
sin su flete más querido;
por eso el gauchaje, unido,
a Fernández consolaba
y en cada gaucho quedaba
parte del dolor prendido.
Hoy, que la estampa del moro
en el recuerdo, troteando,
la veo libre y llevando
su leyenda con decoro.
Con el golpetear sonoro
de sus cascos en el viento,
repica en mi pensamiento
esta idea, cual badajo:
"el caballo de trabajo
se merece un monumento".
(Pintura: Carlos Montefusco)
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