Como en sus años primeros,
perfectamente plantado,
cuando se hallaba atestado
de bolsas, lanas y cueros;
dando frente a los potreros
y con dejos de arrogancia,
está el galpón de una estancia
contemplando la ladera,
como si un símbolo fuera
de eternidad y constancia.
Hay un ombú ya viejón
que su raíz extendiendo,
parece estar pretendiendo
echarse al hombro el galpón,
y no es tal su pretensión:
es que el ombú corpulento
lo abraza por el cimiento
con mil recuerdos que añora,
le da un beso en cada aurora
y lo protege del viento.
Él no tiene más ofrendas
que allá en su tirantería,
telas de araña a porfía
y de avispas las viviendas;
hay en sus puertas leyendas
hechas a punta de acero,
la marca del estanciero
puesta en forma repetida;
y una volanta vencida
que sirve de gallinero.
Allí está, como trofeo,
serio, sin una sonrisa…
y ni luce la camisa
del revoque o del blanqueo;
por eso cuando lo veo
sin la actividad pasada,
lo emponcho con la mirada;
al alejarme lo pierdo
y queda con mi recuerdo
en la soledad callada.
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