Al rutinario trajín
le pude dar un descanso
descabezándole manso
mi apreciado sueño al fin.
Todo el andar cantarín
juntado en tiempos complejos,
se entibió entre los reflejos
que incubó el momento mío
cuando me tapé de frío
con algunos ponchos viejos.
Prendas que allí las dejé
para que siempre idolatre
el tibio nido del catre
donde orondo reposé.
Donde feliz la pasé
al volver por las auroras
en las trasnochadas horas
de los jornales ufanos
aprendí a querer las manos
de las viejas tejedoras.
A un poncho de gran valor
una historia le acredito
y el nombre de “Pachequito”
por su dueño el payador.
Otro de gran esplendor
de antropomorfos misterios
tiene caprichos criterios
del mundo de Tiahuanaco
y el gastado calamaco
de los incaicos misterios.
Hay un chileno que está,
luciendo tiempos remotos
a ese de mis ponchos rotos
le llamo “el Calfucurá”.
Es el que me dio y me da
calor al sereno impío
y hacen como un desafío
sus hilos apelmazados
cuando bajan afilados
los puñales del rocío.
A un poncho inglés de vestir
hecho de fina vicuña
la envidia le refunfuña
cuando lo saco a lucir.
Es la prenda de salir
que ostento en el hombro izquierdo
y guardo como recuerdo
de la milicia famosa
la manta color terrosa
que me traje de recuerdo.
Si pinto de tradición
un “catrielero” cribado,
que tal vez fue agujereado
por los duelos a facón,
por áhi lo chumbió un fogón
o lo chuceó alguna espina,
o cercas de cinacina
lo fue rasgando en pasadas,
o las penosas trenzadas
de las luchas argentinas.
Me falta un poncho que yo
en una fría mañana,
se lo presté a una paisana
y no me lo devolvió.
Si ese poncho se perdió
nunca será una querella,
porque al brindárselo a ella
prescindí de los agravios,
cuando me dio de sus labios
besos, amores y estrellas.
Los inviernos que pasé
leyendo poetas parejos
y allí entre mis ponchos viejos
cuantos versos borronié.
A su amparo analicé
el bohemio futuro mío,
y si al llegar el estío
son reliquias olvidadas
son cien lazas erizadas
cuando ataca fuerte el frío.
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