Entre muchos la atacaron,
jauría de oscura laya,
que tenían sierpes de oro
donde ha de tenerse el alma.
Todas las bestias reunidas
en una siniestra alianza,
de hemisferio a hemisferio
decretaron: a matarla.
Con pupilas desasidas
y manos inmaculadas,
desde neutrales espejos,
los demás sólo miraban.
Complicidad de silencio,
peor aun que las palabras,
tan vanamente silencios
y tan cruelmente de espaldas,
los mares enrojecidos
iban sembrando mortajas.
El coyote y la serpiente,
el león y la perrada,
los lobos y los halcones
clamaron: "¡Hay que matarla!".
Y la acosaron sin tregua
en su furia desatada,
gritando todos a una:
"¡Hay que matarla, matarla!".
La paloma del maíz,
del palo santo y la caña,
del olivar serraniego,
de trebolares y guampas.
De las viñas y el vellón,
y de la yerba selvática,
condenada fue a morir
por los patrones del mapa,
por los que rigen océanos,
por los que forjan murallas.
Alta indígena frente,
la paloma americana,
con voluntad sin desborde
enfrentó a la grey corsaria.
Sus alas eran de cielo
y su pecho de alborada,
y hondos fuegos patagónicos
corrían por sus entrañas.
La hirieron impíamente,
atacándola a mansalva,
todas las bestias reunidas
mas no pudieron matarla.
Y allá está sola y entera,
la paloma americana,
entre atlánticos confines,
entre horizontes en llamas.
Allá está sola y entera
la paloma americana,
porque no hay muerte tan muerte
que pueda quebrar sus alas,
allá está sola y entera
la paloma americana.
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