Es -dijo el indio viejo, de barbas de chivato,
empezando la historia con su habitual recato -
un hombre petisito, sombrerudo y lampiño,
forzudo como un toro, travieso como un niño.
Oculta en los bolsillos de su calzón de pana,
una mano de plomo y otra mano lana.
Pregunta a quien le halla cuál es la que prefiere,
y si elegís de lana, con la de plomo os hiere.
Él hace en la cocina que rebalse la olla;
él aumenta en el tulpo la dosis de cebolla.
De acuerdo con el gato, su compadre y amigo,
echa pelos en la leche, se revuelca en el trigo,
a medianoche muele maíz en el mortero,
encabrita la jaca y aventa el avispero.
A la hora de la siesta cuando el sol reverbera,
se aparece a los chicos debajo de la higuera.
A jugar les convida con palabras cordiales
y en la frente les deja tremendos cardenales.
El sábado a la noche ronda la pulpería
y aporrea a los ebrios con pesada porfía.
Se enanca en el caballo, les hurta los pellones,
y el pan de las alforjas lo trueca por carbones.
El duende es el demonio del mal que muerde y pasa
el que pudre los huevos, el que apedrea la casa.
Toda molestia viene de su maligna influencia
y un solo medio existe para burlar su ciencia.
Se sabe - acabó el viejo de barbas de chivato -,
que el duende es un espíritu que tiene un gran olfato.
Para ahuyentarle es bueno, según decía mi abuela,
cargar en los bolsillos algo que mucha huela.
Por donde tal remedio, según lo que trasciende,
resulta peor que el duende.
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