(Foto: Eduardo Amorim)
Allá en un parto anónimo de siglos
asoman esos rudos mocetones
de linaje español y sin embargo
a todas luces menos españoles;
esos mentados hijos de la tierra
rebeldes y orgullosos en desborde
que estriban a lo pampa entre los dedos
y van de chiripá muy farfantones
cuerpeándole al rigor de la manea
para crecer en tromba de galopes.
Iguales en la fe, pero distintos
del hispano león, esos leones
despuntan una raza de gauderios
ecuestres y cantores,
a voluntad abriéndose camino
en esos nuevos mundos cimarrones.
Hay un tono rural en su castilla,
es otro su color, otro es el hombre
que reniega de viejos arcabuces,
asume boleadoras y facones
y se deja ganar por las anchuras
con una sed que aún no tiene nombre.
¿Cómo pudo nacer de tronco hidalgo
tan peculiar y salvajino brote
en pericón de sombra y claridades
entreverando vinchas y blasones?
(Eso en la entraña de las madres indias
es un secreto a voces).
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