(Foto: Eduardo Amorim)
A la hora en que’l sosiego
de la oración se venía
y en el poniente se hundía
el sol, como bola ‘e fuego,
cuando el lucero muy luego
a encenderse comenzaba,
desde lejos se alcanzaba
a divisar un jinete
que al galope de su flete
cortando campo avanzaba.
Fácilmente se hacía cargo
quien lo mirara un instante
de que tenía por delante
algún viaje medio largo.
Pues se vía sin embargo
d’ir bajo el pellón guardau
más de un chifle y a su lau
pa’ que menos sitio abarque,
un gran pedazo de charque
tras de los bastos atau.
Montaba un gatiao overo
entuavía tan potrillo
que a gatitas el colmillo
le asomaba por entero.
Tanta pinta de ligero
tenía el animal aquel
que’l avaro más sin yel
le hubiera sin duda alguna,
fiado todo su fortuna
en cualquier andarivel.
Las narices como hornalla,
ancho el pecho, corto el lomo,
no se vía ni por asomo
en todo el pingo una falla
y si por su linda laya
era de justa alabanza,
no tenía comparanza
pa’ correr en el rodeo,
o florearse en lo más feo
de algún entrevero a lanza.
De redomón al estilo
iba el potrillo enriendau
con un sencillo bocau
hecho de puro pabilo
y pa’ viajar más tranquilo,
como gaucho previsor,
al cogote el maniador,
y a manera de cencerro
iba la pava de fierro
colgándole del fiador.
Vestía poncho de pañete
grueso y largo por demás
pues por la parte de atrás
le tapaba el anca al flete.
Pa’ que’l frío lo respete
iba en bayeta forrau,
a la cabeza añudau
un pañuelo que se atara
y haciendo sombra a la cara
el panza ‘e burro inclinau.
.......................................
Y cuando allá en el confín
de los horizontes vastos
murió el sol sobre los pastos
entre celajes carmín,
en la llanura sin fin
el jinete del gateado
cada vez más esfumado
por la oscuridad creciente
era un símbolo viviente
de nuestro heroico pasado.
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