(Pintura: Luis Nuñez)
Por el recuerdo sagrado
de mi niñez tan lejana,
de la vida en la ventana
me asomo a ver mi pasado;
tantas cosas han quedado
prendidas de la retina,
que cuando se me avecina
una brisa de la infancia
vuelvo a sentir la fragancia
de pinos y casuarinas.
La sombra del corredor
mi más confidente amigo;
la planta torcida de higos,
torcida y sin una flor;
la vida tenía un color
que cuando crecí se fue,
y ahora que regresé,
que la nostalgia me nombra,
encuentro que ya da sombra
el árbol que yo planté.
Ahí estaba el lavadero,
ahí, la planta de granada,
con su risa colorada
para mis llantos primeros;
ahí estaba el bebedero,
hogar de las palometas,
y con dos grandes macetas
pintadas color carmín,
allí empezaba el jardín
florecido de violetas.
Violetas que a la mañana
perfumaban con la brisa,
culpables de la sonrisa
amplia de la abuela Juana,
cuando se abría la ventana
a la hora que el sol bosteza,
vieran con cuánta pereza
el día sin importancia
entraba con su fragancia
para quedarse en la pieza.
Y ahora que hace un tiempo largo
que a verla no regresaba,
más tapera me esperaba
dumiéndose en su letargo;
sentí como el gusto amargo
de un mate con mala yerba,
y es que mi tristeza observa
que las cosas que me acuerdo,
un baúl color recuerdo
solamente las conserva.
Pero en aquella ventana
que enorme me parecía,
que siempre mi abuela abría
temprano por la mañana,
una violeta lozana
sola, solita, encontré,
vaya a saber por qué
me recibió florecida,
asomándose a la vida
de una grieta en la pared.
Y ha sido por el sagrado
recuerdo de la niñez
que vuelvo hasta allí otra vez,
tars largo camino andado.
Regresé a ver mi pasado
que hace tiempo se había ido,
yo lo pensaba dormido,
vaya, que poco poeta,
porque aunque un una violeta
todavía está florecido.
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