miércoles, 22 de diciembre de 2010

Entierro del Payador


Lo cosieron entre cuatro
en un retobo de cuero
y en el lomo del caballo
largo a largo lo tendieron.

Mudo cortejo de gauchos
siguió el hilo del sobeo
que va midiendo el camino
en las manos del boyero.

Una muchacha de luto
le cuelga sus trapos negros,
a la cola del caballo
que lleva a enterrar sus sueños.

Lían dolor y tabaco,
miradas y pensamientos
los que caminan callados
por el callado sendero.

En flores de margaritas
gotea su sangre el muerto
y abanican los pajales
los saludos del recuerdo.

Desde el juncal del bañado
lanzan sus gritos los teros
y en las ramas, silencioso,
vela el crespón de los cuervos.

Gorjean calandrias tristes
sus delicados arpegios
y teje trovas de ausencia
el pico de los jilgueros.

¡Murió el orgullo del pago!
¡Se fué Rudecindo Crespo!
A traición, mientras cantaba,
lo hirieron sables y celos!

Todo el pago lo quería!
Era guapo y guitarrero;
el manantial de su canto
calmaba la sed de un pueblo.

Lujos de raza lucía
en las prendas de su apero;
suspiraban a su paso
ventanas, patios y cercos.

¿Qué moza no vió su estampa
junto a la vela de sebo
calmando en la noche larga
la fiebre de sus deseos?

¿Qué fiesta no oyó su canto,
qué desgracia su consuelo,
en qué peligro no puso
por un amigo su pecho?

Lloran sin llanto los hombres
sus lágrimas hacia adentro
y estrujan bajo el rebozo
las mujeres, sus pañuelos.

Dichosa la bien querida
que amó Rudecindo Crespo;
la gloria de ser su novia
brillaba en sus ojos negros.

Desdichada la dichosa
que va con el paso lento
y las trenzas destrozadas
siguiendo sus sueños muertos.

De pronto un hondo gemido,
un temblor de labio y seno,
pasa hilvanando el sollozo
en las sombras del cortejo.

¡Ay! de la tierra, novia y madre.
¡Ay! de las mozas de un pueblo.
¡Se va la flor de una raza!
¡Murió Rudecindo Crespo!

Se apaga en voces ahogadas
el quejumbroso lamento
y ondula en la senda blanca
la columna del silencio.

Ancho potrero alambrado
abre en el campo desierto
la estrecha puerta sin puerta
del humilde cementerio.

En el corral de la muerte
penetra el niño señuelo
y son como aspas, las cruces,
del misterioso rodeo.

Ayuda a bajar la amada
los despojos de su dueño
y golpean los terrones
sobre el retobo de cuero.

Perfume de Agua Florida
se eleva en el aire quieto
y entre palada y palada
sepulta su voz el rezo.

Ofrenda de amor nativo,
sobre un brazo del madero,
una guitarra encintada
coloca el gaucho más viejo.

Cae la tarde. Se inicia,
la dispersión del regreso,
al trote quien vive cerca,
al galope los de lejos.

Sólo el muchacho y la novia
han quedado junto al muerto;
la triste moza, sin alma,
el otro, sin pensamiento.

La oscuridad los emponcha,
pita la noche, encendiendo,
en los bichos luminosos
sus breves puchos de fuego.

Treno de pena profunda,
leve virazón del viento,
conmueve al campo dormido
la queja de un instrumento.

¡Música azul de la noche!,
¡armonía del silencio!;
¡en una caja encintada
cantan la tierra y el tiempo!

Mate el odio los zorzales,
el desamor de sus acentos,
el canto no muere nunca
ni han muerto los que murieron.

¡Renace Vega en la selva!
¡Habla en ella Martín Fierro!
¡La voz de toda la patria
canta en humildes potreros!

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