"...guacho y gaucho me parecían lo mismo, porque entendía que ambas cosas significaban ser hijo de Dios, del campo y de uno mismo". (Don Segundo Sombra)
jueves, 15 de octubre de 2009
Romance de los dos cuchillos
I
En un barco, desde Europa,
varios cuchillos vinieron
procedentes de una fábrica
renombrada por su acero,
y en la lujosa vidriera
de una casa de comercio
fueron mostrados con arte
junto con otros objetos.
Pasó un señor bien trajeado,
se detuvo un punto al verlos;
entrando, compróse uno
de los cuchillos del cuento,
y al capataz de su estancia
lo envió en el primer correo.
El otro también fue al campo
llevado por un pulpero,
y estando para su venta
en la pulpería expuesto,
fue a parar por unos pesos
a la cintura de un criollo
de ancha barba y pelo suelto.
Y ahora que ya tenemos
a los cuchillos con dueño,
vamos a ver cómo fue
que un día se conocieron.
II
Como formando una equis
se cruzaron los aceros,
y luego de unos segundos
esa letra deshicieron
para seguir, en su esgrima,
dibujando el alfabeto;
esgrima que el hombre hacía
entonces, desde pequeño,
y venía a constituir
uno de sus parcos juegos.
La esquina o la pulpería
con techos de paja o cielo
fueron las típicas canchas
para esta clase de duelos,
a los que "vistear" llamaban,
o "barajar", lo recuerdo,
cuando era para entrenarse
o para matar el tiempo.
Y como todas las cosas
de aquellos bárbaros medios,
lo que empezaba jugando
a veces concluía en serio,
ya que solía ser con sangre
el mencionado visteo,
y a la vista de la sangre
el instinto rompe el freno.
Así peleaban los hombres
esenciales de otro tiempo,
acero venciendo al fierro,
coraje venciendo al miedo.
Tras los labios apretados
se asfixiaban los denuestos,
con más filo y con más punta
aún que los mismos aceros.
En esgrima cimarrona
el poncho en el brazo envuelto
paraba las puñaladas
haciendo de escudo el pecho.
Abajo, dos paralelas
formaban los pies derechos
a una prudente distancia
asentados sobre el suelo,
"haciendo la pata ancha",
como dice el refranero,
que es un decir muy jugoso
y tiene sabor a pueblo.
Las vainas en las cinturas,
cual puñaladas de cuero,
aguaitaban sin premura
el retorno de sus dueños,
que a veces volvían con sangre
como trágico recuerdo,
y a veces nunca volvían,
que el viaje había sido eterno.
III
Pasó el tiempo, y los cuchillos
fueron a dar al museo,
sin saber una palabra
del destino de sus dueños.
El asombro de los tales
iba en continuo aumento
al observar cuánta gente
se paraba para verlos,
hasta que un día ¡por fin!
descifraron el secreto.
Lo que soñaron en vida,
o desearon ser, sus dueños,
los cuchillos en mensaje
misterioso recibieron
(permítanme esta mentira
por ser bella y ser en verso)
y así, escuchando la voz
que les venía desde lejos,
uno dijo con orgullo
respondiendo el compañero:
-"Yo fui de un tal Juan Moreira"
-"Y yo de un tal Martín Fierro".
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